Alfonso Pedrosa. En mayo de 2013 verá la luz la nueva versión del DSM de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), el manual diagnóstico y estadístico de referencia internacional entre los profesionales de la salud mental. El manual abandonará la nomenclatura de números romanos para referirse a sus sucesivas versiones; íbamos por el DSM IV y vamos a pasar al DSM-5, denominación al parecer más cibercool. Pero habrá más cambios. Mucho más importantes que el etiquetado de esta suerte de prontuario universal para clasificar las patologías mentales. Cambios que, en el fondo, nos afectan a todos.

A nadie se le escapa que la inclusión o exclusión de determinados criterios en la definición, clasificación y abordaje de las diferentes patologías psiquiátricas implica notables consecuencias asistenciales y económicas. Un verdadero campo de minas que afecta directamente a una materia altamente sensible: la normalización de la vida de las personas que sufren enfermedades mentales. Eso explica que la redacción del DSM-5 haya sido un proceso lento, que empezó a plantearse en 1999 y que está a punto de culminar. La misma APA ha mostrado desde el primer momento un gran interés en recoger aportaciones y elementos de debate de las más diversas procedencias, canalizados a través de una web específica del desarrolllo del proyecto.

Lo que se sabe por ahora del DSM-5, que es bastante, apunta a cambios en diagnósticos tan dispares como el síndrome de Asperger, el trastorno bipolar o el trastorno de identidad de género, y a la inclusión de propuestas de nuevos diagnósticos en ámbitos como la depresión y las disfunciones en la conducta alimentaria. Puede accederse a información resumida sobre el proceso de redacción y los debates más relevantes en torno al DSM-5 en la wiki abierta al respecto en Wikipedia.

Algunos de los aspectos más polémicos de la redacción del nuevo manual vienen apareciendo en los medios de comunicación de manera episódica, como el reportaje del Washington Post en el que se aborda el posible conflicto de intereses de algunos panelistas del DSM-5 ó el de Ñ, el sumplemento de cultura de Clarín sobre el poder de mercado que contiene el mismo hecho de definir de qué le pasa a un paciente. Incluso hay voces profesionales en todo esto, como la de Javier Jiménez en El Dronte, que hablan de fenómenos de captura de regulador cuando en el DSM-5 se plantea la inclusión del duelo en diagnósticos susceptibles de tratamiento con antidepresivos. Asociaciones de pacientes relacionadas con el autismo se interesan por el nuevo manual y la comunidad transexual más activista también está atenta a algunos cambios que siente que la afectan por el flanco de la disforia de género.

De aquí a unos meses es previsible que los medios de comunicación generalistas y especializados empiecen a hacerse eco de los cambios en el DSM-5. Las autoridades reguladoras, los servicios de salud, la industria, la comunidad clínica y el mundo asociativo tendrán mucho que decir. Sería una pena que los mensajes que empezasen a proliferar al respecto tuvieran que ver con paridas relacionadas con el gen de la tristeza, historias de miedo sobre la industria insaciable, la medicalización de la misma puta vida o escaramuzas tardoescolásticas en el poliédrico mundo médico-científico y asistencial. Pero eso ocurrirá dentro de unos meses. Todavía hay tiempo para pensar cómo se va a explicar a la gente el DSM-5. Eso abre una oportunidad, una de las pocas que van quedando, para hacer las cosas bien. Por la propia viabilidad de los diferentes agentes del sector y por respeto al sufrimiento de las personas con problemas de salud mental.